Brasil se encuentra en una encrucijada existencial de una dimensión difícil de imaginar. Es uno de los países con uno de los mayores desastres humanitarios causados por la pandemia. Brasil tiene alrededor del 2,8 por ciento de la población mundial, pero tiene el 13,9 de las muertes por COVID-19. Es el país que experimentó dos ataques graves contra la democracia y la primacía del derecho en poco tiempo: el golpe jurídico-político contra la presidenta Dilma Rousseff en 2016, y la grotesca manipulación judicialpolítica que condujo a la condena sin pruebas del expresidente Lula da Silva en 2018, hasta hoy el presidente más popular de la historia de Brasil.
Es el país gobernado por un presidente, Jair Bolsonaro (foto), quien ganó las elecciones después de que su rival fuera neutralizado ilegalmente y, no obstante, con la ayuda de una abrumadora avalancha de noticias falsas. Es el país gobernado por un presidente no sólo claramente incompetente para ocupar el cargo, sino también pro-fascista (defensor de la dictadura militar que gobernó el país entre 1964 y 1985, de la tortura de opositores democráticos, y que viene a poner bajo vigilancia a los defensores de los derechos humanos por supuestas actividades…antifascistas); es también cómplice activo del genocidio en curso en Brasil contra la población indígena y contra la población en general. Es el único gobernante en el mundo que sigue negando la gravedad de la situación de la pandemia y se niega a declarar el luto nacional por la muerte de tantos miles de brasileños. Un gobernante que anuncia un producto sin prueba científica de su eficacia, la cloroquina, producida por un empresario bolsonarista, de quien el gobierno adquirió suficientes existencias para abastecer al país durante 18 años a un precio seis veces superior al precio por el que compró el mismo medicamento el año pasado. Es el país donde los medios de comunicación principales han mostrado a lo largo de los años un total desprecio por las reglas de la convivencia democrática.