Este 9 de Agosto es un día especialísimo. Se cumplen 75 años de un enorme atentado terrorista. No fue el mayor de la historia, que se perpetró unos pocos días antes, el 6 de Agosto, en Hiroshima. El ataque con una bomba atómica a la ciudad de Nagasaki tiene algo más que el triste mérito de ser el segundo peor de la historia. Según estimaciones conservadoras unas 80.000 personas perdieron la vida en una fracción de segundo. Con el correr de los años fueron varias decenas de miles más los que murieron a causa de las heridas, los efectos de la radiación, el cáncer. En total, por lo menos 250.000 personas fueron aniquiladas en un instante. Hiroshima es el lúgubre hito que marca el inicio de una nueva era en la historia de la humanidad, que encontró un arma que le permite suicidarse y desaparecer como especie. Nagasaki refleja la contumacia del imperialismo norteamericano, su empecinamiento en hacer el mal y descargar los más horrendos sufrimientos sobre quienes tengan el atrevimiento de oponerse a sus designios. Conocidos los tremendos efectos de la primera bomba la dirigencia de Estados Unidos no vaciló en reincidir en su conducta criminal y arrojó una segunda sobre Nagasaki. Es el caso del terrorista que, en la apoteosis de su crueldad, se enorgullece y solaza contemplando como su víctima se retuerce de dolor.
Como lo enseña la heroica historia de las madres de Plaza de Mayo, las Abuelas y los diversos organismos de Derechos Humanos de la Argentina no puede haber ni olvido ni perdón para el Terrorismo de Estado. Especialmente cuando quien incurre en ese crimen nada menos que le primera superpotencia del planeta que, además, se arroga el derecho de juzgar a personas, partidos, movimientos sociales y gobiernos extranjeros y de pretender dar lecciones de derechos humanos, justicia, libertad y democracia al resto del planeta. El gobierno y la clase dominante de Estados Unidos, acompañados por una academia y una intelectualidad complacientes y por medios de comunicación cómplices de cuanta fechoría perpetre Washington en el mundo se empeñaron desde el mismo momento del ataque a Hiroshima en justificar lo injustificable. La complicidad de los grandes medios de comunicación con las atrocidades de la dictadura genocida en la Argentina tiene un funesto antecedente en la forma como nada menos que el New York Times mintió sobre lo ocurrido en las ciudades japonesas. Su enviado a la zona, William L. Laurence despachó un infame artículo (publicado el 13.9.1945) en el cual aseguraba que “no había rastros de radioactividad en las ruinas de Hiroshima.” Su nota tuvo enorme repercusión y poco después le abrió las puertas para obtener el Premio Pulitzer.
No sorprende que recién en 2016 un presidente de Estados Unidos, Barack Obama, hubiera decidido visitar Hiroshima. Pero se trató de un acto protocolar en donde las palabras más importante que tenía que pronunciar: perdón, disculpas, no salieron de su boca. Y esto no fue una distracción sino que obedece a una decisión adoptada por la Casa Blanca y el Congreso desde el momento mismo en que se cometieron las atrocidades de 1945. Estados Unidos jamás pediría perdón por sus actos, por ninguno, y no sólo por un bombardeo atómico. Sin llegar al extremo de lo ocurrido en Japón el gobierno de Estados Unidos tampoco pidió perdón por la destrucción de Irak y Libia en tiempos recientes, o por su responsabilidad en las tragedias ocurridas en Siria, Afganistán y Palestina; o por los efectos de su política genocida de sesenta años de bloqueo a Cuba, más los bloqueos y sanciones económicas actuales en contra de Venezuela, Irán y Corea del Norte, para no olvidarnos la responsabilidad directa de Washington en el golpe de estado que acabó con la democracia en Chile y la vida de Salvador Allende.