Por siglos enteros, la conquista, la servidumbre, el etnocidio, el racismo, los despojos territoriales, los bombardeos y desembarcos punitivos, la extracción de recursos y materias primas y la explotación que caracterizan a las dominaciones colonial, imperialista y neocolonial, habían marcado la experiencia histórica de nuestros pueblos.
A la resistencia heroica y la permanente rebeldía de generaciones enteras, se habían impuesto las violencias sin límites de los grupos dominantes y el imperialismo. La derrota, las traiciones y la represión habían sido la pauta de nuestras vivencias de resistencia, en las que destellos como el del general Sandino, con su victoriosa gesta contra los invasores yanquis, se veían apagados por la noche ignominiosa de dictaduras y fosas comunes. Por los dominios del destino manifiesto, el sol alumbraba los enclaves, los ingenios, las haciendas, los obrajes, los bancos y las corporaciones del despojo, protegidos por los adalides de la democracia, sus cañoneras y la habilidad de sus procónsules y embajadores para comprar conciencias y doblegar voluntades. Era la época en que, salvo el peligro del lejano ejemplo de los sóviets, todo el continente auguraba un futuro promisorio para los imperialistas y sus aliados locales.